El canal Beagle, las islas y la guerra que no fue

Entre 1977 y 1978, el fantasma de una guerra con Argentina estuvo muy cerca de hacerse realidad y obligó a la Cancillería a desplegar esfuerzos dramáticos, coronados de éxito gracias a la ayuda decisiva del Papa Juan Pablo II.

El problema del canal Beagle y sus islas adquirió una tremenda dimensión, el cual casi nos llevó a una guerra contra Argentina.

Los orígenes de ese conflicto se remontan al Tratado de Límites de 1881, el cual había dispuesto que fueran chilenas las islas, islotes y roqueríos que se situasen al sur del Beagle, hasta el cabo de Hornos.

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La zona austral de Chile según el Tratado de Límites de 1881

Por bastante tiempo, nadie dudó ni discutió que las islas que cerraban la boca del canal -Picton, Lennox y Nueva- estaban al sur del Beagle y por ende eran chilenas. Pues el canal corría de oriente a poniente hasta el cabo San Pío y, en forma invariable, al norte de las islas. No sólo era la opinión chilena, sino que lo reflejaban los mapas, los libros y documentos geográficos, las relaciones de navegantes, etc.

A partir de la década de 1910, Argentina empieza a discutir la soberanía de las islas. Sorprendió con ello a sus propios expertos, incluido el legendario perito Francisco P. Moreno, terror de Chile antes de los Pactos de Mayo de 1902, el cual decía que “no atinaba a explicarse” la pretensión del gobierno trasandino sobre las islas.

La explicación era estratégica y geopolítica: Argentina quería potenciar su base naval de Ushuaia, al interior del Beagle, el cual era inviable si lo cerraban islas chilenas, el cual podrían ser fortificadas. Además, al generalizarse la tesis de las 200 millas de “zona económica exclusiva”, las islas del canal permitirían a nuestro país extender considerablemente dicha zona, en desmedro de Argentina.

Agravó la molestia argentina la tesis de Alberto Fagalde, el cual señalaba que el Tratado de 1881 disponía que la frontera austral corriera “hasta tocar” el canal… y no más allá, las aguas serían íntegramente chilenas. No las tendría Ushuaia, convirtiéndola en un puerto y base naval sin mar.

En cambio, Argentina sustentaba su posición a través de:

a) Alterando el curso tradicional del canal Beagle, haciéndola pasar por el sur de las islas en disputa y convirtiéndolas en argentinas.

b) La aplicación del “principio bioceánico”, dejando fuera a Chile cualquier acceso al océano Atlántico: las islas, independiente del verdadero curso del canal Beagle, no podían ser chilenas, pues se hallaban al este del meridiano del cabo de Hornos, frontera norte-sur entre ambos países según dicho principio.

Los argentinos se basaban sus argumentos en el principio del Uti Possidetis de 1810, el Tratado de 1881 y el Protocolo chileno-argentino de 1893.

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El tema central comenzaría a radicar en el canal Beagle, debido a divergencias sobre cuál era el curso efectivo de dicho canal, lo que a su vez traía nuevas dudas sobre las islas Picton, Nueva y Lennox. Con argumentos que apuntaban adónde comenzaban y terminaban los océanos Pacífico y Atlántico, el 22 de julio de 1971 se publicaba en Londres un acuerdo de arbitraje en donde se volvía a establecer el compromiso del Tratado de 1902, y también se hacía referencia al nuevo conflicto surgido en la zona del canal del Beagle, para el cual se aceptaba un nuevo arbitraje de la corona británica, en base a una comisión compuesta por cinco jueces de la Corte Internacional de Justicia. Esta comisión le entregaría su fallo a la corona británica, la cual lo aceptaría o rechazaría sin posibilidad de modificación.

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Mapa de la zona en disputa

El laudo arbitral estuvo listo el 18 de febrero de 1977, luego de varios años de investigación. Uno de los puntos más importantes fue definir los distintos conceptos del Tratado de 1881, como “Tierra del Fuego”, “Patagonia”, “Patagonia Continental”, “Patagonia Magallánica”, “Patagonia Fueguina”, entre otros. La idea de esto era establecer la interpretación correcta de dicho tratado, para que no volvieran a surgir conflictos en el futuro. Ese laudo arbitral tomó la decisión unánime de la comisión “que pertenecen a la República de Chile las islas Picton, Nueva y Lennox, conjuntamente con los islotes y rocas inmediatamente adyacentes a ellas”, además trazó la línea del límite entre las respectivas jurisdicciones territoriales y marítimas. La decisión se sostuvo que las islas Picton, Lennox y Nueva se encontraban dentro del canal y no en las orillas, por lo que las islas pertenecían a Chile.

El 25 de enero de 1978, el canciller argentino Óscar Antonio Montes comunicaba al embajador chileno en Buenos Aires que “el Gobierno de la República Argentina, después de estudiar minuciosamente el Laudo Arbitral de S. M. Británica sobre la controversia en el canal Beagle, ha decidido declarar insanablemente nula -de acuerdo con el Derecho Internacional- la decisión del Árbitro”. Por lo tanto, el cumplimiento de la decisión arbitral no se consideraba obligatorio, y se explicaba finalmente que el mejor camino para encontrar una solución era negociar bilateralmente, sin un arbitraje. Según Argentina, el rechazo del laudo se debía a que la comisión adolecía de defectos graves y numerosos, que había tergiversado las tesis trasandinas, había decidido sobre aspectos que no estaban incluidos en el arbitraje, y contenía contradicciones de razonamiento y problemas de interpretación, además de errores geográficos e históricos.

Por su parte, el canciller chileno Patricio Carvajal notificó al embajador argentino que se rechazaba la declaración de nulidad trasandina. Siguieron meses de negociaciones entre ambos países. Incluso, el propio Augusto Pinochet se reunió con enviados del dictador argentino Jorge Rafael Videla; se constituyeron y funcionaron varias comisiones mixtas; ambos gobernantes se reunieron en Plumerillo (Mendoza) y El Tepual (Puerto Montt), pero tuvieron resultados insatisfactorios.

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Los generales Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla en Plumerillo

Las comisiones debían entregar su trabajo final el 1 de noviembre de 1978, pero a esa fecha no se había llegado a un acuerdo limítrofe, por lo que Chile propuso recurrir a la Corte Internacional de Justicia de La Haya o, en su defecto, nombrar a otro mediador. Finalmente, el 20 de noviembre, Santiago dio por agotadas las negociaciones bilaterales y propuso una entrevista entre los cancilleres para nombrar un mediador. Al ver que ambos países se armaban y movilizaban tropas, aumentaban las alarmas en las sociedades chilena y argentina. El 12 de diciembre, en una nueva reunión, se aceptó la idea de que el nuevo mediador fuera la Santa Sede. El mismo día el papa Juan Pablo II enviaba una carta a los presidentes Pinochet y Videla exhortándolos a encontrar una solución pacífica.

Mientras tanto, en Argentina, los “halcones” del Ejército (generales Carlos Suárez, Luciano Benjamín Menéndez y José Antonio Vaquero) y de la Armada (almirantes Emilio Massera y Alfredo Lambruschini) se impusieron sobre los pacifistas, entre los que se encontraba el propio presidente Videla, el canciller Washington Pastor y los generales Orlando Agosti (Aviación) y Roberto Viola (Ejército). El ataque trasandino, llamado Operación Soberanía, debía comenzar el 22 de diciembre a las 22 hrs, comprendiendo:

a) La ocupación de las islas disputadas.

b) El aniquilamiento de la flota chilena en los canales, por mar y aire.

c) Aniquilar a la aviación chilena, en un ataque sorpresa.

d) La invasión terrestre de Chile por varios puntos simultáneos.

El principal empuje enfocará la zona del río Maipo, para alcanzar Valparaíso y Santiago, causando el término de la guerra. Se prevén contraataques chilenos en Neuquén, e incluso, hasta Comodoro Rivadavia.

Efectivos y equipamiento -incluidos ataúdes y bolsas plásticas para cadáveres- se encuentran listos y en los lugares correspondientes, a la espera de la orden de ataque.

Para el 20 de diciembre, Argentina había rechazado la última propuesta de negociación, incluso estaba preparando el pretexto ante la OEA para iniciar el ataque: movimientos militares chilenos en las islas del Beagle.

En esas horas cruciales, la escuadra argentina estaba en marcha desde el Atlántico, en dirección hacia bahía Nassau y el canal Beagle. Mientras que la flota chilena, comandada por el contraalmirante Raúl López, hacía tensa guardia en los canales, al sur de cabo de Hornos. Dos veces seguidas cumplió la orden de zarpar y atacar: el 20 y el 22 de diciembre. Y en ambos casos, se anulaba la orden, ante la noticia que las naves adversarias retornaban al Atlántico. El primer repliegue argentino se debió como consecuencia de un temporal que azotaba el área del conflicto, mientras que el segundo y definitivo repliegue fue debido a que ambos países habían aceptado la mediación papal.

La contraorden de atacar se dio a las 18:30 hrs del 22. Algunas unidades terrestres argentinas ya estaban en territorio chileno y fueron avisadas por helicóptero.

El 21 de diciembre, el encargado general de problemas de la Iglesia en Asuntos Exteriores, monseñor Agostino Casaroli, convocó a los embajadores chileno y argentino con el fin de que detuvieran las acciones bélicas hasta que llegara un enviado especial del Papa para encauzar las negociaciones. Esta figura fue el cardenal Antonio Samoré, el cual finalmente llegó el 26 de diciembre de 1978, comenzando su labor de encontrar un acuerdo que ambos países aceptaran.

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Cardenal Antonio Samoré, enviado papal para Chile y Argentina

El 8 de enero de 1979, los respectivos cancilleres, junto con la comisión de la Santa Sede, se reunieron en Montevideo, para firmar una serie de documentos: la solicitud de mediación del Papa y un pacto de no agresión. A partir de allí comenzó la distensión: las Fuerzas Armadas volvieron a los cuarteles, se licenciaron las tropas convocadas y los soldados regresaron a sus casas. El 24 de enero, el Papa aceptaba ser el mediador del conflicto, nombrando a Samoré como representante personal en las negociaciones que se desarrollarían en Roma.

Las negociaciones bajo el arbitraje papal fueron arduas. Pinochet mantuvo su postura invariable y varias veces, el cardenal Samoré intentó presionar para que Chile cediera territorio. Fue inútil. El Papa entregó su propuesta (diciembre de 1980), el cual fue debatida por largos años, hasta que el 29 de noviembre 1984 se logró firmar en Roma el Tratado de Paz y Amistad y que ambos países ratificaron en pocos meses. Chile no entregaba tierras ni agua comprendidas en el laudo británico. Argentina por su parte, alejaba el fantasma de la salida de Chile al Atlántico.

En el Tratado de 1984, “bajo el amparo moral de la Santa Sede”, Chile y Argentina renuncian al uso de la fuerza y crean sucesivas instancias conciliadoras -cuya última etapa es el arbitraje- y una comisión binacional permanente, con miras a la integración física y cooperación económica de los dos países.


Fuentes. Gonzalo Vial Correa. Historia de Chile en el siglo XX/Bárbara Silva y Josefina Cabrera. Chile, Cien días en la historia del siglo XX. (adaptado)

Sami Naïr – ¿Qué hay detrás del discurso de odio?

Lamentablemente, en el panorama europeo de renacimiento del neofascismo, España ya no es una excepción. Se acaba de teñir, casi por sorpresa, de las pinceladas del color oscurantista y xenófobo que avanzan por doquier en el Viejo Continente, el color de la ultraderecha. Se demuestra, una vez más, la sagacidad de la afirmación del gran Quijote: “No hay memoria a quien el tiempo no acabe”.

Si bien España solo cuenta ahora con un grupúsculo —Vox—, este se inscribe de lleno en una ola de nacionalpopulismo neofascista que se extiende de modo alevoso por todo el mundo; sin duda, una nueva época se está abriendo, de importantes y graves retos que las democracias tendrán que afrontar, probablemente durante unas décadas. Es innegable que la globalización liberal que se puso en marcha a final del siglo pasado ha entrado en una fase crítica, debida a su patente y consciente desregulación caótica, responsable de sus contradicciones actuales. La búsqueda de un nuevo equilibrio económico-social planetario se hace, pues, imprescindible. Afrontar el desafío de este nuevo periodo exige imperativamente a las democracias encontrar modelos económicos y sociales que apuesten, de modo efectivo, por eliminar la gran brecha actual de la desigualdad, por la solidaridad, expectativas que son de la inmensa mayoría de la población arraigada en la civilización del respeto mutuo y de la dignidad. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta llamativa la aparición —como consecuencia de los efectos disgregadores de la globalización— de capas sociales reacias étnica, cultural y políticamente, que se identifican con un discurso de odio de remota experiencia. Se trata de una tendencia mundial, cuyas características comunes son tan importantes como sus diferencias.

En EE UU, la irrupción de Donald Trump ha venido acompañada de una mutación de fondo, a la vez demográfica y racial: los trabajadores blancos de Kansas, Detroit, Texas y otros lugares del país apoyan al magnate inmobiliario porque promete frenar la llegada de los latinos, no pagar servicios sociales a los afroamericanos, acabar con el relativismo de los valores. Ellos temen no solo perder el empleo por competir con otros países, sino que su miedo se resiste también a los fundamentos de la igualdad institucionalizada, así como a la mezcla demográfica y étnica que encarnaba la política de Barack Obama. Un temor transformado en gasolina política por Trump, con una ideología ultrapopulista. Es, en definitiva, un nacionalpopulismo new wave, que retoma muchos de los ingredientes del fascismo clásico: rechazo del mestizaje (del que subyace, para muchos, la defensa de la “raza blanca”), oposición de los de abajo a los de arriba, xenofobia, mentalidad paranoica frente al mundo exterior, política de fuerza como método de “negociación”, denuncia del otro y de la diversidad, hostilidad frente a la igualdad de género, etcétera.

Otro gran país, Brasil, acaba también de entrar en esta senda. Hablamos aquí de un movimiento evangelista, que ha emergido de las entrañas de las capas medias empobrecidas y temerosas, también, de la liberalización de los usos, de la desaparición de valores morales en un país minado por el cinismo y la corrupción, por desigualdades crecientes, por el fiasco de la izquierda brasileña que no pudo promover una sociedad activamente orientada hacia el progreso colectivo. Bolsonaro no es un profeta, solo supo invertir las promesas de la teología de la liberación en teología del odio, con el apoyo de las élites militares y financieras y de los grandes medios de comunicación. Lula y Rousseff perdieron el apoyo de las clases medias y después fueron crucificados, además con un golpe de Estado rampante urdido por los grupos financieros, dirigentes y algunos sectores del poder judicial. La retórica evangelista se arroga ahora el papel de salvación de un país al borde del abismo, haciendo de la lucha contra la corrupción su caballo de batalla y proponiendo el modelo de una sociedad moralmente autoritaria, modelo inevitablemente condenado al fracaso, dada la excepcional diversidad y vitalidad de la sociedad brasileña.

Tanto el Estados Unidos de Trump como el Brasil de Bolsonaro son testigos directos y alientan los movimientos reaccionarios de esas capas sociales amenazadas por el rumbo de la globalización neoliberal. El repertorio de movilización descansa sobre el ideario de la reivindicación nacionalista y su metodología rompe con la representación política clásica: los mítines de masas conllevan ritos de fusión extáticos con el líder, que denuncia, como una letanía de golpes de efecto, la decadencia moral de los partidos, llamando urgentemente a la recuperación de la grandeza perdida del país.

En Europa, el proceso de estancamiento de la economía desde hace casi dos décadas (ausencia de crecimiento generador de empleo) también ha producido la enorme regresión de derechos sociales y libertades que sufrimos, una regresión identitaria que explica el surgimiento de los movimientos neofascistas. Aunque tengan elementos particulares, todos comparten la misma metodología política en su conquista del poder: critican severamente la representación política, instrumentalizando la democracia que la sustenta para lograr la victoria; reivindican la libertad de expresión para expandir sus demandas pero la censuran a sus adversarios; focalizan la energía política de las masas contra un objetivo previamente construido como chivo expiatorio (los inmigrantes o esa libertad de prensa que pone en tela de juicio sus discursos, etcétera). Se sirven de este arsenal demagógico para eludir hablar de su programa económico concreto. Todo vale en la batalla que despliegan vehementemente contra la civilización (siempre “decadente” según ellos) y la igualdad, pues el principio fundamental de la retórica neofascista, expuesto (esto sí) en todos sus programas, es el rechazo a la igualdad y a la diversidad de la ciudadanía.

El neofascismo europeo que surge en la actualidad es, por antonomasia, supremacista, individual y colectivamente. Es el proyecto de una sociedad jerarquizada de señores y siervos, una cosmovisión que acepta la necesidad imperativa de sumisión a un líder, su “servidumbre voluntaria”. Dicha sumisión queda oculta por el sentimiento de fuerza y de revancha para con las “élites”, que la movilización colectiva confiere al neofascismo militante. Y esto funciona porque esta ideología, sin perjuicio de sus particularidades en cada país, genera, en la identidad de sus seguidores, una potente liberación de instintos agresivos y hace estallar los tabús que limitan las expresiones primitivas, violentas, en las relaciones sociales. El gran analista del fascismo George L. Mosse se refiere a este rasgo como a una liberación de la brutalidad en un contexto minado por el “ablandamiento” propio, en términos de esta retórica, de la sociedad democrática.

El discurso de la extrema derecha propone, desde luego, una sociedad estrictamente homogénea, en pie de guerra frente a todo lo que puede introducir diferencias y singularidades dentro del conjunto. El rechazo al pluralismo político —que lleva como un proyecto de gestión del poder— se basa también en la frontal oposición al multiculturalismo, y por ende, el rechazo de la multietnicidad de la sociedad. El modelo es el de un pueblo sustancial, étnicamente puro. La obsesiva cultura de la pureza se anuda intrínsecamente con la desconfianza hacia el extranjero, hacia la actividad crítica del intelectual —e incluso del arte que no comulgue con la estricta línea de la moral autoritaria vigente—, hacia la libertad de orientaciones sexuales y de identidad de género, hacia la pluralidad de confesiones religiosas. No es casualidad que el Islam se encuentre hoy en el ojo del huracán neofascista en Europa: la presencia de población de origen extranjero que profesa la religión musulmana pone en cuestión el concepto esencialista de pueblo, cultural y confesionalmente homogéneo (aunque el viejo fascismo de los años treinta no tenía apetencia particular por la religión).

Una sociedad democrática puede gestionar poblaciones entremezcladas y destinadas a convivir con sus mutuas aportaciones a la civilización humana, siempre que se establezcan pautas seculares claras para todos. En cambio, una sociedad basada en el concepto sustancial de pueblo, en el sentido que le otorga el neofascismo, tiende inevitablemente a la exclusión efectiva de la diversidad. De ahí que el modelo autoritario de nuevo se legitime apelando al peligro de religiones y culturas diferentes, a las que hay que vigilar y perseguir para que no “contaminen” la identidad del pueblo.

El Frente Nacional francés, al comienzo de su andadura en los años ochenta, hizo del rechazo al Islam un eje central de su programa, escondiendo su tradicional antisemitismo. El partido alemán Alternativ für Deutschland situó la islamofobia en el centro de su estrategia de movilización en 2015, tras la crisis de la afluencia de refugiados. En Austria, Italia, Bélgica, Holanda y todos los países del norte, también los refugiados se han convertido en plato principal de la movilización electoral, al igual que en la retórica ultracatólica de Orbán en Hungría y en los programas de los partidos neofascistas del este.

Estos movimientos, que avanzan de España a Suecia, pasando por los países europeos occidentales y del este, comparten además una característica de índole histórica: apelan al nacionalpopulismo como reacción frente a la época de gobernanza supranacional, resultante de la extensión del mercado europeo, de los efectos de la globalización neoliberal, así como de los intentos de construir instituciones representativas europeas posnacionales. De ahí, el consenso en torno al objetivo de poner en jaque la actual construcción europea, en nombre de la soberanía nacional.

¿Qué hacer frente a este desafío? Hoy, los partidos nacionalpopulistas neofascistas no representan más que entre el 10% y 20% del electorado europeo, pero su influencia ideológica real es más amplia. Por supuesto, hay que diferenciar el cuerpo de doctrina de dichos partidos de las representaciones mentales, mucho menos elaboradas, de los ciudadanos que los respaldan. Si bien es cierto que las causas del avance paulatino de las corrientes de la ultraderecha son conocidas, no existe un concierto común de las fuerzas democráticas a la hora de contenerlo.

Hay, fundamentalmente, tres campos de intervención clave, y el primero de ellos es económico. Si la democracia no camina en aras del progreso social, las víctimas, que son muchas, tenderán siempre a culparla del no progreso. Es, por tanto, preciso relanzar la máquina económica de integración profesional, que depende, hoy, esencialmente de las capacidades no del mercado, como lo cree la Comisión Europea, sino de los Estados para incentivar el empleo. Por esto necesitan una política presupuestaria más flexible, que genere equilibrio social. Desgraciadamente, esta es una reivindicación que todavía no se baraja en Bruselas.

En segundo lugar, frente al nacionalismo reaccionario y excluyente, hay que tomarse en serio la cuestión nacional, no dejarla en manos de los nacionalistas xenófobos. Es crucial interpretar bien la demanda de seguridad identitaria de las capas sociales más vulnerables y desestabilizadas por la exclusión del empleo o por la incapacidad para adaptarse a los cambios de la sociedad moderna que se suceden a una extraordinaria velocidad. Es necesario fortalecer la cohesión colectiva, es decir, la adhesión al bien común, sin perjuicio del respeto a la diversidad, bajo pautas comunes y con valores esenciales de referencia. Es menester gestionar racionalmente los flujos migratorios no solo para evitar las mentiras y la demagogia deconstructiva sobre la inmigración, sino también porque la vida diaria se ha vuelto mucho más competitiva y las percepciones espontáneas favorecen un ilimitado imaginario de fantasías en un contexto de inseguridad profesional. La economía, en todos los países desarrollados, necesita la inmigración y esto se debe regular en clave de respeto por los derechos humanos. En Europa, un gran acuerdo político deviene imprescindible para desactivar el papel que la inmigración ha asumido como chivo expiatorio.

Finalmente, se debe asumir con rotundidad la lucha contra el neofascismo, explicar claramente a la ciudadanía su peligro, proponer pactos democráticos antifascistas a aquellos que abanderan la democracia y el respeto a la igualdad y dignidad humana, denunciando, asimismo, a los que pisotean esos valores por razones electorales. Es una lucha diaria la que debe emerger contra el nacionalpopulismo neofascista, pues permanente debe ser la defensa de la democracia, del bienestar social, de los derechos y libertades. ¡Ojalá todos lo entiendan, pues del porvenir de la paz social se trata!

Fuente: Análisis de Sami Naïr – Diario El País (8 diciembre 2018)