El Ejército: Al filo del quiebre

El 24 de agosto, el Presidente Allende comunicó el nombramiento del general Augusto Pinochet como nuevo comandante en jefe del Ejército. Era lo que habían recomendado su antecesor, el general Carlos Prats; el ministro José Tohá y otras personas cercanas al Presidente. Pinochet llegaba a la cima de su carrera en el medio de un gobierno socialista. Pero llegaba -y lo sabía- dentro de un territorio minado. El Ejército estaba en estado de alteración y Prats había caído por la presión de su propio alto mando. No había cómo ignorar este hecho, que se precipitó en sólo unas pocas horas.

En la tarde del 21 de agosto, Prats regresó a su casa abatido por la fiebre. Un par de horas después, unas 300 mujeres se reunieron frente a su puerta con el objeto de entregar una carta a su esposa, Sofía Cuthbert. Entre ellas estaban algunas de las esposas de oficiales de la FACh que en la mañana habían gritado consignas en su contra frente al Ministerio de Defensa. Pero el grupo mayor estaba constituido por las señoras de numerosos oficiales del Ejército y, en especial, las de nueve generales. La intervención de un pelotón de Carabineros caldeó los ánimos y la reunión callejera derivó en una bulliciosa protesta contra el comandante en jefe del Ejército.

El general Óscar Bonilla, sexta antigüedad en el mando, entró a la casa y le explicó a Prats que los oficiales lo acusaban de haber apoyado al gobierno en la presión contra el general Ruiz Danyau y que su imagen estaba ya muy deteriorada en las filas. Esto de la “imagen” -una idea repetida varias veces- parecía un eufemismo para significar que el mando se volvía cada vez menos seguro.

Prats hizo salir a Bonilla y luego recibió a los generales Pinochet y Guillermo Pickering, que venían a ofrecerle su respaldo. Tras una noche amarga, Prats llegó a la conclusión de que la afirmación de Bonilla sólo podía ser contrastada en los hechos. Dijo a Pinochet que se mantendría en su cargo sólo si los generales firmaban una declaración pública en su apoyo. Al día siguiente, el 22, después de una seguidilla de reuniones, Pinochet informó que no todos los generales estaban dispuestos a ofrecer semejante gesto. En el intertanto presentaron sus renuncias los generales Pickering, comandante de Institutos Militares, y Mario Sepúlveda, jefe de la Guarnición de Santiago, en protesta por la actitud de sus compañeros. Prats se quedaba cada vez más aislado.

En la madrugada del 23 de agosto, Allende citó a su residencia a los generales Pinochet y Orlando Urbina, inspector general y segundo en antigüedad del Ejército. Acompañaban al Presidente sus ministros Letelier, que se preparaba para asumir en Defensa, y Fernando Flores, secretario general de Gobierno; el director de Chile Films, Eduardo “Coco” Paredes, y el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán. El Presidente hizo un breve análisis de la situación política y se quedó esperando la reacción de los generales. Pero sólo habló Urbina, quien estimó que el gobierno debía llegar a un acuerdo con la oposición o convocar a un plebiscito. Pinochet asintió sin explayarse.

En verdad, Allende intentaba cerciorarse de las ideas y las capacidades de quienes podrían ser los sucesores de Prats. El comandante en jefe estimaba que quien ocupara su cargo debía ser la segunda antigüedad, para mantener la tradición del Ejército. Pinochet cumplía ese requisito y también otro más importante: había mostrado su lealtad a Prats. Lo mismo opinaba el anterior ministro de Defensa, José Tohá, que había llegado a entablar cierta amistad familiar con Pinochet. Cerraba el círculo el hecho de que los generales más exaltados en contra del gobierno -Manuel Torres de la Cruz, Óscar Bonilla, Sergio Arellano, Javier Palacios, Arturo Vivero- no lo consideraban fiable y tampoco se le conocían vínculos con la oposición política.

Sólo el Partido Socialista puso reparos contra del nombramiento de Pinochet. El secretario general, Carlos Altamirano, se entrevistó con Allende y le planteó que el PS no confiaba en el segundo hombre del Ejército. Su candidato era el tercero, el general Urbina. Pero esto no podía decirlo abiertamente, porque la principal “fuente” del PS era… el propio general Urbina. Nunca se sabrá si este general transmitió esa información al PS o si éste la obtuvo de su hermano, que era simpatizante socialista.

El 23, Allende almorzó con Prats y el ministro Flores, que se había convertido en un amigo cercano del general. Preocupado por su salud quebrantada y por el estrés que vivía, el ministro le había ofrecido al general que se tomara un descanso en una casa de playa de un empresario de su confianza, Andrónico Luksic. Prats lo agradeció y aceptó el ofrecimiento.

En el almuerzo, Prats presentó su renuncia indeclinable, a pesar de la insistencia de Allende. Lo convenció de que su alejamiento le brindaría el espacio a Pinochet para pasar a retiro a los oficiales sospechosos de golpismo, y al gobierno, el tiempo para alcanzar acuerdos con la oposición. Allende terminó por aceptar. ¿Por qué lo hizo, si sabía que Prats era el dique de contención de un golpe? Se lo dijo a su ministro Pedro Felipe Ramírez cuando éste se lo preguntó unos días después: “¿Qué quería que hiciera, si él me dijo llorando que no podía más?”.

Al día siguiente fue oficializada la designación de Pinochet, cuya primera medida fue exigir la presentación de las renuncias de todos los generales, según la tradición militar. Bonilla y Arellano se negaron y Pinochet encargó a Urbina que las obtuviera. Pero los generales se las arreglaron para eludir al ahora jefe del Estado Mayor, y cuando el ministro Letelier le dijo a Pinochet que este era un acto de insubordinación, el general prometió que lo resolvería cuanto antes. Nunca lo hizo.

El Ejército hervía de agitación. Los altos oficiales estaban presionados por sus esposas y por sus familias, que les exigían no formar parte de un gobierno que los hacía participar de la inestabilidad política. Entre los jefes con mando de tropas crecía el disgusto por el empleo de sus fuerzas en tareas de orden público y en la vigilancia de bencineras, comercios y carreteras. Para muchos de ellos, Prats, Pickering y Sepúlveda eran los principales obstáculos al golpe, una limitación que se había mostrado decisiva durante el alzamiento del Blindados N° 2, cuando esos generales, además de Pinochet, redujeron a los rebeldes.

Pinochet sabía que un gesto hostil contra los generales sediciosos podría significar la insurrección de una o más unidades. Dos días después de su nombramiento y mientras el general Urbina aún buscaba a Arellano para exigirle la renuncia, el 26 de agosto la Escuela Militar se acuarteló con el fin de defender al principal activista del golpe. Para controlar a un alto mando cada vez más enervado, Pinochet necesitaba cautela y astucia, más astucia que todos ellos. Sólo contaba con dos hombres de confianza: el general Herman Brady, nuevo jefe de la Guarnición de Santiago, y César Benavides, nuevo comandante de Institutos Militares.

En la primera semana de septiembre el Ejército parecía estar rumbo a un quiebre interno. El general (R) Prats estimaba que una acción violenta podría desencadenarse el viernes 14 de septiembre, o unos días antes; se reunió con el Presidente y le planteó que junto con llamar al diálogo pidiera permiso constitucional y dejara el país por un año. La mirada feroz de Allende hizo que no insistiera en ello.

En el gobierno se expandió la percepción de que ese viernes era el límite final y que, si lograba trasponerlo, tendría un nuevo período de alivio. El PS, en cambio, creía que todas estas eran exageraciones de La Moneda y, en algún caso, parte de las argucias del Presidente para seguir cediendo ante la oposición. ¿La opinión del general Prats? Bueno, el general (R) estaba con mala salud.

En los primeros días de septiembre, los complotados en el Ejército aún estaban desconcertados con el silencio de Pinochet. Ya pensaban en sobrepasarlo poniendo al frente al general Torres de la Cruz, incluso con el problema nada menor de que estaba destinado en Punta Arenas. Pero el domingo 9 llegaron a casa de Pinochet el general Leigh y, poco después, los contraalmirantes Patricio Carvajal, jefe del Estado Mayor de la Defensa, y Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina, que traían una nota de José Toribio Merino, jefe del Estado Mayor de la Armada, fijando la fecha del levantamiento conjunto para el martes 11, a partir de las 6 de la mañana. Tras algunas vacilaciones, sabiendo que se jugaba la vida, Pinochet firmó el acuerdo.

Quedaba el problema de Urbina, en quien los demás generales no confiaban. Pinochet anunció que lo enviaría a revisar las investigaciones sobre una escuela de guerrillas descubierta en La Araucanía y luego juramentó a un pequeño grupo de generales. Allí estableció que, en caso de no llegar a su puesto de mando al día siguiente, su reemplazante sería el general Bonilla. Autorizaba en ese momento un golpe interno: otros cuatro generales -Urbina, Torres de la Cruz, Ernesto Baeza y Rolando González- más antiguos que Bonilla, serían sobrepasados de facto. Ese mediodía, Urbina partió a Temuco.

Era el costo que pagaba Pinochet por liderar el golpe militar. El costo alternativo era que le pasara por encima.


Fuente. Chile 50, los 22 días que sacudieron a Chile – La Tercera