Cuba: el mojito revolucionario

Cuba siguió el proceso chileno minuto a minuto. Era el gobierno con mejor y más detallada información acerca de la UP. Además de los 119 miembros de su embajada, tenía el canal privilegiado de Beatriz, hija del Presidente, que se había casado con el cubano Luis Fernández Oña. Las Tropas Especiales del Ministerio del Interior habían ayudado a organizar la seguridad de Allende y dirigido la de Fidel Castro durante su visita de 1971. El jefe del Departamento América del PC cubano, Manuel Piñeiro, estuvo varias veces en Chile y se mantuvo siempre al día en la evolución de los hechos.

Pero la eventual victoria del proyecto de Allende, la instauración del socialismo por la vía pacífica, podía ser una aporía para el castrismo, la contradicción radical de todas las tesis cubanas acerca de la revolución. Así lo sugirió el propio Castro en el discurso de despedida de su visita, en el Estadio Nacional, cuando empleó tres adjetivos para calificar lo que vio en Chile: algo “extraordinario, insólito, único”. “Un proceso revolucionario donde los revolucionarios tratan de llevar adelante los cambios pacíficamente (…) por los cánones legales y constitucionales, mediante las propias leyes establecidas por la sociedad o por el sistema reaccionario, mediante el propio mecanismo (…) que los explotadores crearon para mantener su dominación de clase”.

Curiosamente, la relación de Castro con la izquierda chilena comenzó cuando combatía en la Sierra Maestra. Para este espectro político, la revolución suscitó un embrujo irresistible. Más que el triunfo militar sobre una dictadura, el mojito que los chilenos degustaron fue el acento latinoamericano independentista, de recuperación de las riquezas básicas y desafío al imperio desde un pequeño país.

Todavía las columnas guerrilleras de Fidel y Raúl Castro, el “Che” Guevara, Camilo Cienfuegos y Juan Almeida no derrotaban al dictador Fulgencio Batista cuando en 1958, Carlos Rafael Rodríguez, representante del PC cubano, visitó Chile durante una semana. Se reunió con Orlando Millas, miembro de la comisión política del PC chileno, en las oficinas del diario El Siglo, y transmitió el mensaje de que ese año sería decisivo para la caída de Batista.

Rodríguez, quien después fue vicepresidente del consejo de ministros de Cuba, transitó por Santiago con Millas -lo presentó al senador radical Hermes Ahumada como “el periodista González”-, y alojó en casa de la familia Badilla, en el sector sur de la capital, donde se reunió un día completo con la comisión política del PC. Les contó que el Ejército de Batista no era moderno y tenía más capacidad represiva que de combate, y que para gobernar iban a designar a una personalidad independiente que diera garantías a todos. El PC se comprometió a apoyarlos y a enviar después de la victoria a periodistas destacados, de todas las tendencias, para la “Operación Verdad”.

Pero pronto el PC se fue distanciando del castrismo. El 26 de julio de 1966, para la conmemoración del asalto al Cuartel Moncada, Millas rechazó públicamente el diagnóstico de que Latinoamérica vivía una situación revolucionaria generalizada y la receta de Castro sobre la lucha armada. Pablo Neruda, el más famoso de los comunistas chilenos, sufrió de vuelta los embates castristas. Más tarde, el PC discrepó frontalmente de la estrategia del foco guerrillero promovida por Castro y el “Che” y confirmó sus ideas cuando el argentino cayó abatido en Bolivia en 1967.

La revolución fue perdiendo amistades a medida que se desgastaba y desdibujaba, en medio de su proclamación socialista y la adhesión al campo soviético, el bloqueo estadounidense y la represión a los opositores, el sabotaje y las ineficiencias, Bahía Cochinos y las aventuras guerrilleras en América Latina y África, lo que culminó con un termidor que devoró a muchos de sus progenitores y concentró el poder absoluto en los hermanos Castro.

“Fui amigo del ‘Che’”, le contó Allende al filósofo francés Regis Debray y le mostró la dedicatoria de su libro La guerra de guerrillas: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. La cuestión de los “otros medios” fue siempre una grieta entre Allende y los cubanos.

Para Castro, el triunfo de la UP implicaba romper el bloqueo de Cuba en la región. Fue el primero en llamar a Allende tras su triunfo en 1970. Un cable del 6 de octubre, enviado por la estación de la CIA en Santiago, reportaba que Castro le había dicho a Allende que no viajaría a la asunción del mando por el posible “impacto adverso en la opinión pública mundial”. “No le des a la contrarrevolución un pretexto para atacarte prematuramente”. Y le recomendaba mantener buenas relaciones con los militares: “No les des razón para derribar tu gobierno antes que tengas tiempo de consolidar tu apoyo popular”.

Ocho días después de asumir, desoyendo una petición del embajador estadounidense Edward Korry para que no estableciera relaciones con Cuba, Allende anunció la normalización diplomática con la isla. En la distribución de cargos, la embajada quedó para el Mapu. El Senado rechazó la primera propuesta de Allende para embajador, Jaime Gazmuri, y aceptó la segunda, Juan Enrique Vega.

Pero mientras la legación chilena en La Habana era pequeña y modesta, la de Castro en Santiago se convirtió en un epicentro de influencia. La inteligencia cubana (DGI) llegó a tener 54 agentes que reportaban al propio Castro, según la CIA. La desmesura máxima fue la visita oficial de Castro, que se extendió desde los 10 días previstos hasta tres semanas, durante las cuales se apoderó de la agenda chilena.

La recepción a Castro el miércoles 10 de noviembre de 1971 fue entusiasta, con bosques de banderas rojas y rojas y negras. “¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!”, gritaban las masas izquierdistas. Era su primera visita al exterior en siete años. Recorrió el país con un séquito de 400 periodistas. Estuvo en el norte con los mineros del cobre, en Concepción con los estudiantes y en Santiago con la UTE, la Cepal, la comuna de San Miguel, los Cristianos por el Socialismo, las mujeres, el cardenal Silva Henríquez y los militares. Su despedida en el Estadio Nacional, el jueves 2 de diciembre, que calificó de “relativamente débil”, enfrentó su oratoria con la de Allende. Mientras Castro declaraba su curiosidad por el proceso chileno, el Presidente lanzó una advertencia histórica:

Yo no tengo pasta de apóstol ni de mesías. No tengo condiciones de mártir. Soy un luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile. Que lo sepan: ¡Dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera! Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profundamente: defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno popular porque es el mandato que el pueblo me ha dado. No tengo otra alternativa. ¡Sólo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad, que es cumplir el programa del pueblo!

En sus reuniones con la izquierda, Castro enfatizó en la importancia de la unidad sin exclusiones, una sugerencia para incorporar al MIR. En una oportunidad, Castro le preguntó a Allende cuándo comenzaría a aplicar los métodos de dirección socialista de la economía. Allende le replicó que eso no estaba en el programa de la UP.

Con su prolongada visita, Castro se integró como un actor del debate local, incomodó a la UP e indignó a la oposición, que lo despidió con una marcha de cacerolas que terminó con 96 heridos. El edecán para su visita fue Augusto Pinochet. Castro, que como ex combatiente se preciaba de saber valorar a las personas, quedó impresionado con este general obsequioso.

Castro opacó otra visita que coincidió con la suya (aunque sólo fue de seis días), la del llamado “Allende francés”, François Mitterrand, secretario general del Partido Socialista Francés. En una curiosa coincidencia con lo que pensaba Kissinger, Mitterrand declaró que Chile es “una síntesis interesante y original [porque] el movimiento popular puede plantearse la victoria por la vía legal. (…) Se trata de demostrar a los franceses que esta vía es posible”. Pierre Kalfon, corresponsal de Le Monde, despachó a su diario: “Chile parece un laboratorio en el que se está realizando una experiencia de la que la izquierda europea tal vez algún día saque fruto”.

Poco después, Castro apoyó con entrenamiento y armas livianas al GAP: eso fueron los bultos que llegaron en un avión cubano y que el director de Investigaciones, Eduardo Paredes, bajó sin pasar por Aduanas, con el apoyo del ministro del Interior, Hernán del Canto. Para La Habana no era un envío importante, pero las explicaciones falsas que dio la UP contribuyeron a magnificar el escándalo.

En materia de suministros militares, Castro mantuvo una línea intransable, aunque contrariase sus instintos : nada sin la autorización de Allende. Cada vez que el MIR, el PS y el Mapu le pidieron apoyo se encontraron con la misma respuesta o, lo que es igual, con migajas como cursos de instrucción y becas de estudio.

Hacia mediados de 1973, Castro se mostraba impaciente con la agitación de Chile. Todavía creía posible un golpe de mano: “Mil hombres entrenados y organizados podrían decidir la situación en Santiago”. Pero Allende no cedía.

Para el 10 de septiembre, la embajada cubana en Santiago estaba acuartelada y con órdenes de repeler ataques sin salir del recinto, y prestar ayuda a Allende, pero sólo si éste la requería. La dirección político-militar estaba al mando del embajador Mario García Incháustegui, el encargado político Juan Carretero, el oficial Patricio de la Guardia, Ulises Estrada y Fernández Oña.

Castro estaba de visita en Vietnam del Norte. Al día siguiente compararía el ataque militar contra Allende con el bombardeo sobre Quang Tri.


Fuente. Chile 50, los 22 días que sacudieron a Chile – La Tercera

Deje un comentario