El mar Mediterráneo: la frontera más mortífera del mundo

De formas distintas y con protagonistas diferentes, la cuestión de la inmigración en el Mediterráneo ha estado desde hace años en la agenda europea. Las soluciones planteadas a menudo han venido por medidas muy restrictivas de la inmigración y por plantear esta cuestión como un tema de seguridad nacional. De lo que no cabe duda es que los tres países de la Europa mediterránea han tenido cada uno su propia crisis.

Grecia fue el primer país en vivir una de estas primeras crisis migratorias. En apenas un año, entre 2015 y 2016, llegaron a las costas griegas cerca de un millón de personas huyendo de los conflictos en Oriente Próximo, especialmente de Siria, Irak y Afganistán. Para el país heleno fue imposible gestionar tal volumen de personas, menos todavía en lugares tan pequeños y una logística tan compleja como las islas griegas del Egeo. Es por ello que se abrió la llamada Ruta de los Balcanes, con destino a Austria, Alemania y otros países de la Unión Europea. La solución por parte de Bruselas fue negociar con Turquía una generosa ayuda económica a cambio de que Ankara garantizase la acogida de estos refugiados y evitase que llegasen a territorio europeo. Desde entonces, la medida ha tenido un efecto muy poderoso sobre las llegadas a Grecia.

En el caso italiano, la pauta migratoria es bastante distinta. Ha sido un destino más regular al estar expuesto a las dinámicas migratorias del continente africano, potenciadas además por el caos en el que se ha convertido Libia, un Estado fallido a todos los efectos.

Tras dificultarse estas dos rutas, el flujo migratorio ha girado hacia España. No obstante, la afluencia de migrantes hacia la frontera española no ha alcanzado cifras tan altas como las que ha llegado a soportar Italia y por supuesto mucho menos de las que ha llegado a ver Grecia durante la gran crisis migratoria.