La desintegración de Yugoslavia

La historia de Yugoslavia está asociada tristemente a la guerra. Nació de una, la Primera Guerra Mundial; atravesó y se reinventó tras otra, la Segunda Guerra Mundial; y se disolvió tras una traumática serie de conflictos a finales del siglo XX. Y todo esto en menos de cien años. Lo que en su día fue un único país hoy son siete repúblicas, de las que algunas han encontrado la estabilidad y el crecimiento, especialmente dentro de la Unión Europea, y otras continúan atravesando períodos de inestabilidad política, debilidad económica e incluso crisis territoriales. Y es que la península de los Balcanes sigue haciendo honor a su convulsa trayectoria.

Aunque en el periodo de entreguerras fuese una monarquía, la Yugoslavia hoy más conocida es aquella posterior a la Segunda Guerra Mundial, encuadrada bajo un régimen socialista que, a pesar de las similitudes ideológicas con la Unión Soviética, tuvo enormes diferencias en el plano político, económico y estratégico. Una pieza fundamental en esta etapa para Yugoslavia fue la del mariscal Tito, su gobernante entre 1945 y 1980, cuando fallece. Las tradicionales tensiones étnicas y nacionales propias de la región durante mucho tiempo quedaron apaciguadas durante su dictadura bajo el encaje de una federación de repúblicas, que a cambio de cierta autonomía rebajó los ánimos nacionalistas en muchos de los territorios. Sin embargo, y a pesar de que durante los últimos años de su mandato el precario equilibrio yugoslavo ya comenzaba a tambalearse, la muerte de Tito supuso el principio del fin del país. Apenas una década después de la desaparición del mariscal, Yugoslavia estaría cerca de la suya propia.

Durante los años ochenta la crisis económica y el derrumbe del bloque socialista en Europa del este tensaron todavía más la situación de las distintas repúblicas yugoslavas. Frente a territorios como Eslovenia o Croacia, que reclamaban cada vez mayor autonomía o incluso la independencia, se encontraba la negativa serbia, que buscaba el mantenimiento de su influencia como principal peso dentro de Yugoslavia. Con todo, esta situación se quebró en 1991, cuando Eslovenia declaró su independencia tras un referéndum. La respuesta serbia fue enviar al ejército yugoslavo, que no logró controlar el territorio esloveno, una demora que permitió a los recién independizados buscar el apoyo de la comunidad internacional y así garantizar su nuevo estatus. Esto, a su vez, derivó en una cascada de escisiones en Croacia, Macedonia o Bosnia-Herzegovina, que optaron por la separación de Yugoslavia. En el caso croata y bosnio se produjeron cruentas guerras y terribles delitos de lesa humanidad, como la masacre de Srebrenica en 1995.

Todas esas guerras, aunque fueron detenidas, dejaron, además de profundas heridas, acuerdos de paz altamente imperfectos y enormemente precarios. Esto es especialmente visible en el caso bosnio, donde los Acuerdos de Dayton de 1995 terminaron con la guerra pero crearon una entidad federal que en la práctica son dos países en uno: hoy la llamada República Srpska es un territorio de mayoría serbia dentro de Bosnia. En la teoría debería funcionar como un ejemplo de reconciliación nacional, pero en la práctica vive, en muchos aspectos, mirando más a Belgrado que a Sarajevo, e incluso amenazaron con declarar la independencia de su territorio para unirse a Serbia.

Sin embargo estas no serían ni las únicas ni las últimas escisiones traumáticas de Yugoslavia. El país, ya descompuesto, pasó a llamarse Serbia y Montenegro en 2003, pero su integridad y nombre apenas duraría tres años, ya que en 2006 y tras un referéndum pactado de independencia, Montenegro pasaba a convertirse en un nuevo Estado. Desde entonces el país ha tratado de mirar hacia la Unión Europea sin poder descuidar los asuntos heredados de su pasado serbio y yugoslavo.

No sería igual el caso de Kosovo. Este territorio, cuna de la nación serbia pero con cada vez menos vínculos demográficos y culturales con Belgrado, también vivió una guerra en los últimos años del siglo XX. Allí los combates entre las tropas yugoslavas y grupos armados kosovares con apoyo albanés escalaron hasta tal punto que la salida diplomática se hizo inviable, a lo que le sucedió la intervención de la OTAN en el territorio para forzar la retirada yugoslava. Esta campaña de ataques de la Alianza no solo se centraron sobre las tropas yugoslavas presentes en Kosovo, sino que también se realizaron intensos bombardeos en territorio yugoslavo, incluyendo Belgrado. Aunque Kosovo no se había separado formalmente de Serbia, el final de la guerra trajo una calma tensa hasta 2008, cuando el territorio celebró un referéndum de independencia y esta fue declarada de forma unilateral. Este hecho no es reconocido por Serbia pero el nuevo Estado sí goza del reconocimiento de la mayoría de países presentes en la ONU —aunque una mayoría bastante ajustada—, por lo que Kosovo se encuentra actualmente en un limbo en el que no es ni un Estado independiente de facto pero tampoco puede integrarse con normalidad en las estructuras internacionales al no ser reconocido por muchos Estados. Sea como fuere, ambos, Serbia y Kosovo, necesitan acercar posiciones, y en los últimos tiempos se han venido produciendo conversaciones que hacen posible un futuro de reconciliación.

Tres décadas después de aquella desmembración, las repúblicas exyugoslavas han intentado salir adelante como la compleja geopolítica de la zona les ha permitido. Países como Eslovenia o Croacia se han integrado en la Unión Europea, mientras que Montenegro y Macedonia del Norte —nuevo nombre del país tras arreglar su diferendo semántico con Grecia— han hecho lo propio con la OTAN. Por medio han quedado Serbia, Bosnia y la propia Kosovo, que tratan de buscar un lugar en estos bloques haciendo frente a sus particularidades.

Con todo, y aunque no de la misma manera que en el pasado, lo que en su día fue Yugoslavia sigue siendo en muchas zonas una amalgama de religiones y lenguas, especialmente en lugares como Bosnia.

El mapa de Bosnia y Herzegovina antes y después de la guerra

La actual Bosnia-Herzegovina es un país atípico. Sobre el mapa parece uno más, cuando indagando un poco en sus fronteras interiores uno se da cuenta de la escasa normalidad que ellas encierran.

Antes de las guerras en los Balcanes, Bosnia, como toda Yugoslavia, era un conglomerado de etnias y entidades autónomas enmarcadas en la clara heterogeneidad que caracterizaba al país. Así, minorías relevantes o zonas con una identidad histórica o cultural más marcada tenían sus propias regiones autónomas. Sin embargo, todo cambió con la guerra.

Tras la descomposición de Yugoslavia y los Acuerdos de Dayton, que llevaron la paz a Bosnia, un nuevo mapa tuvo que dibujarse. Los equilibrios étnicos habían cambiado, ya fuese por las migraciones o por el exterminio sistemático de la población. Así quedaron dos entidades claramente diferenciadas: la Federación de Bosnia y Herzegovina y la República Srpska, oficialmente parte del país pero de facto con una autonomía tan amplia que roza ser un Estado independiente. Tal era el abismo entre ambos entes políticos y la fragilidad del equilibrio de posguerra que se creó el distrito de Brčko con la única premisa de que existiese un territorio-tapón para cortar la continuidad de la República Srpska, debilitar así su poder y evitar un auge nacionalista y, probablemente, una nueva guerra.

El equilibrio actual del país es más que precario. Las heridas apenas han cicatrizado y el camino de las dos grandes regiones bosnias va en sentidos opuestos. En la República Srpska no ocultan sus deseos de adherirse a Serbia, étnicamente y nacionalmente afín. Incluso han intentado promover varias veces un referéndum de independencia para forzar a Sarajevo a escuchar sus demandas. Todavía hoy, y quizás por mucho tiempo, los Balcanes siguen sin conocer lo que significa verdaderamente la paz.