¿Por qué el libertarismo y el autoritarismo se están fusionando en algunos movimientos si son ideologías opuestas?

Lógicamente, autoritarismo y libertarismo son contradictorios. Los partidarios de líderes autoritarios comparten un estado mental en el que reciben la dirección de una figura decorativa idealizada y se identifican estrechamente con el grupo que ese líder representa.

Ser libertario es ver la libertad del individuo como el principio supremo de la política. Es fundamental para la economía y la política del neoliberalismo, así como para algunas contraculturas bohemias.

Como estado mental, el libertarismo es superficialmente lo opuesto al autoritarismo.

La identificación con el líder o grupo es anatema y todas las formas de autoridad se miran con sospecha. En cambio, lo ideal es experimentarse a uno mismo como un agente libre y autónomo.

Sin embargo, hay una historia en la que estas dos perspectivas se entrelazan.

Pensemos en Donald Trump, cuya reelección en 2024 sería vista por muchos como un factor que contribuye al ascenso internacional del autoritarismo.

Otros podrían considerar que él no logra concentrarse lo suficiente como para ser un líder autoritario eficaz, pero no es difícil imaginarlo gobernando por orden ejecutiva, y ha buscado con éxito una relación autoritaria con sus seguidores.

Es un objeto de idealización y una fuente de “verdad” para la comunidad de seguidores que dice representar.

Sin embargo, al mismo tiempo, en su retórica y su personalidad de depredador despreocupado, en su riqueza e indiferencia hacia los demás, Trump ofrece un hiperentendimiento de cierto tipo de libertad individualista.

La fusión de lo autoritario y lo libertario en el trumpismo se encarnó en el asalto del 6 de enero en Washington DC.

Los insurgentes que irrumpieron en el Capitolio ese día querían apasionadamente instalar a Trump como líder autocrático. Después de todo, no había ganado unas elecciones democráticas.

Pero estas personas también estaban llevando a cabo una afirmación carnavalesca de sus derechos individuales, tal como los definían, para atacar al Estado estadounidense.

Entre ellos se encontraban los seguidores de la extraña teoría de la conspiración QAnon, que ensalzaba a Trump como la heroica figura de autoridad que lideraba en secreto la lucha contra una camarilla de élites que torturaban niños.

Junto a ellos estaban los Proud Boys, cuyo vago libertarismo se combina con un compromiso protoautoritario con la política como violencia.

La nueva era se encuentra con los antivacunas

Las teorías de la conspiración también están involucradas en otros ejemplos recientes de hibridación autoritario-libertaria.

La creencia de que las vacunas contra la covid-19 (o los confinamientos, o el propio virus) eran intentos de un poder malévolo de atacarnos o controlarnos fueron alimentadas por un creciente ejército de creyentes en teorías de la conspiración.

Pero también fueron facilitados por ideologías libertarias que racionalizan la sospecha y la antipatía hacia la autoridad de todo tipo y apoyan la negativa a cumplir con las medidas de salud pública.

En Reino Unido, algunas ciudades pequeñas y zonas rurales han visto una afluencia de personas involucradas en una variedad de actividades: artes y oficios, medicina alternativa y otras prácticas de “bienestar”, espiritualidad y misticismo.

Faltan investigaciones, pero un estudio reciente de la BBC en la ciudad inglesa de Totnes mostró cómo esto puede crear un fuerte espíritu “alternativo” en el que formas suaves de libertarismo estilo hippie son prominentes, y muy acogedoras de las teorías conspirativas.

Uno podría haber pensado que Totnes y algunas otras ciudades como ésta serían los últimos lugares donde encontraríamos simpatía por la política autoritaria.

Sin embargo, la investigación de la BBC mostró que, aunque puede que no haya un solo líder dominante en funciones, los sentimientos antiautoridad de la nueva era pueden transformarse en intolerancia y fuertes demandas de represalias contra las personas que se considera que organizan las vacunaciones y los confinamientos.

Esto se refleja en el hecho de que algunos creyentes en la teoría de la conspiración sobre la covid piden que quienes lideraron la respuesta de salud pública sean juzgados en “Núremberg 2.0”, un tribunal especial donde deberían enfrentarse a la pena de muerte.

Cuando recordamos que un virulento sentimiento de agravio contra un enemigo u opresor que debe ser castigado es una característica habitual de la cultura autoritaria, empezamos a ver cómo las líneas divisorias entre la mentalidad libertaria y la perspectiva autoritaria se han desdibujado en torno a la covid.

Una inquietante encuesta realizada a principios de este año por el King’s College de Londres incluso encontró que el 23% de la muestra estaría dispuesto a salir a las calles en apoyo de una teoría de la conspiración del “Estado profundo”.

Y de ese grupo, el 60% cree que el uso de la violencia en nombre de tal movimiento estaría justificado.

Dos respuestas a la misma ansiedad

Un enfoque psicológico puede ayudarnos a comprender la dinámica de esta desconcertante fusión.

Como han demostrado Erich Fromm y otros, nuestras afinidades ideológicas están vinculadas a estructuras inconscientes de sentimiento.

En este nivel, el autoritarismo y el libertarismo son productos intercambiables de la misma dificultad psicológica subyacente: la vulnerabilidad del yo moderno.

Los movimientos políticos autoritarios ofrecen un sentido de pertenencia a un colectivo y de estar protegidos por un líder fuerte.

Esto puede ser completamente ilusorio, pero aun así proporciona una sensación de seguridad en un mundo de cambios y riesgos amenazantes.

Como individuos, somos vulnerables a sentirnos impotentes y abandonados. Como grupo, estamos a salvo.

El libertarismo, por el contrario, parte de la ilusión de que, como individuos, somos fundamentalmente autosuficientes.

Somos independientes de los demás y no necesitamos protección de las autoridades. Esta fantasía de libertad, como la fantasía autoritaria del líder ideal, también genera una sensación de invulnerabilidad para quienes creen en ella.

Ambas perspectivas sirven para protegernos contra la sensación potencialmente abrumadora de estar en una sociedad de la que dependemos pero en la que sentimos que no podemos confiar.

Si bien políticamente divergentes, son psicológicamente equivalentes. Ambas son formas que tiene el yo vulnerable de protegerse de las ansiedades existenciales.

Por lo tanto, hay una especie de lógica de seguridad al alternar entre ellas o incluso ocupar ambas posiciones simultáneamente.

En cualquier contexto específico, es más probable que el autoritarismo tenga el enfoque y la organización necesarios para prevalecer.

Pero su fusión híbrida con el libertarismo habrá ampliado su base de apoyo al seducir a la gente con impulsos antiautoridad.

Y tal como están las cosas actualmente, corremos el riesgo de ver una polarización cada vez mayor entre, por un lado, esta forma defensiva de política combinada impulsada por la ansiedad y, por el otro, los esfuerzos por preservar modos no defensivos de discurso político y basados en la realidad.


Artículo de Barry Richards Role – The Conversation (3 febrero 2024)

La rabia

Hace 35 años, en la primera franja televisiva de la historia de Chile, la campaña del No fue una emoción. Una emoción positiva: alegría. Esperanza, unión, futuro, concordia. Con un arcoíris como emblema y un himno pegadizo como banda sonora.

Esa decisión no era nada obvia. Tras 15 años de dictadura, lo lógico parecía lo contrario. Eran, hasta entonces, 15 años de silencio, como había dicho en su primera oportunidad en televisión un impetuoso dirigente llamado Ricardo Lagos. La franja debería hablar por esos 15 años, denunciar los horrores de la dictadura y promover el “No” a la muerte, la violencia, la represión y la miseria.

En cambio, se optó por una paradoja. Decir “No” con una sonrisa. Convertir ese “No” en una afirmación antes que una negación, en una palabra positiva sobre lo que venía por delante.

Como sabemos, el “Sí” hizo todo lo contrario. Llenó su franja de miedo, sangre y violencia. Del terror que, advertían, venía a lomo de caballo con los jinetes del apocalipsis del marxismo.

El “No” presentaba un Chile del futuro, en colores. El “Sí”, un Chile del pasado, en blanco y negro.

Es exagerado afirmar que la franja definió el plebiscito. Pero sí marcó por décadas la forma de hacer propaganda. Quedó grabado a fuego que en Chile las campañas negativas no servían. De ahí en adelante, el tono del “No” sería considerado el ejemplo a imitar. Su música y sus colores fueron plagiados hasta el hartazgo, por derechas e izquierdas.

La campaña del miedo del “Sí”, en contraste, quedó estigmatizada como un fracaso, un hazmerreír que debía ser evitado como la peste por las campañas políticas.

Hasta ahora.

Esta semana, la campaña del “A Favor” sacó cuentas alegres. En las encuestas estrecha la distancia con el “En Contra”, y lo atribuyen a una frase en que están poniendo todas sus fichas: “Que se jodan”.

Por eso doblan la apuesta. #AFavorYQueSeJodan es el nuevo lema, con jingle de campaña incluido, lo más burdo posible: “que se jodan, tu platita van a robar”; “que se jodan, los que cletean sin trabajar”.

Las lecciones de hace 35 años parecen haber caído al basurero de la historia. Ahora, las emociones negativas asoman como la clave para ganar.

De hecho, impacta ver las similitudes entre las franjas del “Sí” en 1988 y el “A Favor” en 2023. Ambas, aunque representan la opción positiva, son un reguero de violencia, fuego y miedo.

“Tiene el sentido de interpretar la rabia y frustración que tienen millones de chilenos”, dice el presidente de la UDI, Javier Macaya. “El ‘que se jodan’ nace de la rabia de ver al gobierno bailando, andando en bicicleta y, al mismo tiempo, tienen secuestros”.

Según una nota de La Tercera, en el comando del “A Favor” se intenta “dar energía al ambiente político con mensajes provocadores. “Pero para que funcione tiene que haber gente enojada”, dice un conocedor de la estrategia”.

Y si la gente no está tan enojada, hay que enojarla (y asustarla) más. Para ganar hay que azuzar esa rabia.

El presidente de RN, Francisco Chahuán, asegura que “todos conocemos a alguien que fue secuestrado”. Su colega del Partido Republicano, Arturo Squella, divide entre “los que instalan barricadas y los que perdieron la paz en sus barrios. Los que indultan terroristas y las víctimas del terrorismo. Los que quieren seguir igual y los que estamos ‘A Favor’”.

El empresario Juan Pablo Swett asegura que “los terroristas, los extranjeros delincuentes, los delincuentes de corbata y los políticos corruptos”, “seguro votarán ‘En Contra’”.

La rabia ya venía ganando espacio en el debate político en los últimos años. Fue una de las movilizadoras del estallido, y se coló en las campañas de izquierda, con spots como el de “ganas de cambiar este país culiao” (Apruebo, 2020) o “se murió Piñera” (Lista del Pueblo, 2021).

Pero aún parecía marginal. La franja del Rechazo en 2022 incluso copió un spot del “No”. La caminata por el puente fue la imagen de su eslogan “Una que nos una”. Y se rechazaba explícitamente la rabia. Uno de sus clips decía que “la nueva Constitución está mal hecha, porque se hizo con la emoción equivocada: la rabia”. El coordinador de campaña Bernardo Fontaine aseguraba entonces que “la Constitución se hizo con rabia, y con rabia nada sale bien. Por eso necesitamos ir por una mejor, basada en el amor a Chile”.

Un año después, la campaña a cargo del mismo Fontaine dice exactamente lo contrario. La rabia ya no es “la emoción equivocada”, sino un sentimiento que debe ser interpretado y fomentado.

¿En verdad es eso lo que nos define a los chilenos? ¿La rabia? No es tan claro. Cuando la encuesta DataInfluye pregunta “¿cuál calificativo define mejor su ánimo ante este nuevo proceso constitucional?”, la cautela, con 15%, y la esperanza, la resignación y la rabia, todas con 14%, comparten los primeros lugares.

Pero parte de nuestra clase política está convencida de que es solo la rabia la que puede ganar esta elección. Están encandilados por la victoria republicana en la elección de mayo, con una franja repleta de violencia y miedo, y con el triunfo del discurso agresivo e insultante de Javier Milei en Argentina.

Poco importa que estemos hablando de aprobar una Constitución que, “con amor”, debía ser “una que nos una”. Nada importa lo frágil que resultaría un texto nacido, no del consenso, sino del enfrentamiento. Da lo mismo que se haya abandonado el debate sobre lo que efectivamente dice el proyecto, ni que sea imposible construir sobre emociones negativas.

Tampoco parece sopesarse el peligro de hacer crecer una rabia que es un Frankenstein incontrolable, un monstruo que nos lleva a una política de tierra quemada, a una lógica de amigos contra enemigos.

Este proceso prometía unirnos en torno a una compartida “casa común”. Ahora, amenaza con enseñar que el triunfo político se logra atizando nuestros peores sentimientos hacia otros compatriotas, emporcando nuestro hogar compartido.

Dándole la razón, con 35 años de rezago, a esa infame campaña del Sí.


Columna de Opinión de Daniel Matamala (2 diciembre 2023) – La Tercera

Que se jodan

Esas tres palabras son el mejor reflejo del naufragio del proceso constituyente y, en verdad, de la política chilena. Bajo ese lema, la campaña del “A Favor” pasa revista a una serie de agravios. La violencia del estallido, la inflación, la delincuencia, la inmigración descontrolada, los casos de corrupción. Nos informan que esos agravios tienen culpables, contra quienes se debe usar el voto como forma de revancha.

Como es habitual en ambas franjas, esta campaña está repleta de mentiras y distorsiones. Se habla de “los que quemaron un país entero para tener una nueva Constitución” como si los vándalos que atacaban iglesias y locales comerciales hubieran tenido ese propósito o hubieran respaldado el acuerdo constituyente. Se culpa a “los que indultaron criminales” mientras se muestran imágenes de violencia protagonizada por inmigrantes, sin relación alguna con los indultos.

Pero qué importa la verdad. Lo que importa es escenificar la política de la venganza. La Constitución, no como una casa compartida entre todos los chilenos, sino como un método expedito para expulsar a algunos de esa convivencia.

Los proponentes de una nueva Constitución, en vez de hacer campaña destacando sus virtudes, intentan crear un plebiscito negativo. El discurso ha sido constante. Desde la alusión a los “verdaderos chilenos”, hasta los diarios reclamos sobre que votar A Favor en verdad es votar en contra o “derrotar” al Presidente Boric y al gobierno.

Convocar en torno a emociones positivas como la unidad y la esperanza parece cada vez más difícil. Las elecciones son ganadas indefectiblemente por la oposición, como ha ocurrido en Chile en cada votación los últimos 15 años.

Y así llegamos al absurdo: para que la gente vote A Favor de algo, se les trata de convencer de que en verdad es un voto en contra de otra cosa. Es la renuncia a la esperanza de llevar adelante proyectos constructivos. Es el triunfo de la política de la revancha.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk advierte que hoy la política tiene como tarea “administrar la ira” de sociedades capturadas por un “nerviosismo crónico”.

A partir de ello, la filósofa chilena Diana Aurenque advierte que esta “forma especialmente enferma de capitalizar y acumular el descontento” liga a la comunidad no en búsqueda de la prosperidad, sino de la venganza.

Este modo “enfermo” de expresar descontento no es nuevo, pero cobra especial fuerza en momentos de crisis. El escritor Peter Hamill dice de Richard Nixon que “por 20 años, empleó la política del resentimiento cultivando a los rencorosos, los resentidos, los paranoicos. Se valió de los peores instintos del estadounidense en su ascenso al poder”. Ello no tuvo efecto mientras primaba el optimismo social. Pero en el turbulento 1968, en medio de los disturbios raciales, la guerra de Vietnam y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, el electorado estuvo listo para premiar esa “retórica ponzoñosa e irresponsable”, según Hamill.

En nuestros días, la izquierda radical ha sido muchas veces la primera en explotar esta política de la venganza. Con ello, solo ha pavimentado el camino para que la derecha extrema use esa misma herramienta. La izquierda cosecha, la derecha siembra.

Hoy tenemos un ejemplo claro en Argentina, donde el kirchnerismo profundizó la “grieta”, pretendiendo dividir la sociedad entre victimarios y víctimas. Javier Milei ahora usa esa misma grieta para replicar ese discurso, pero en esteroides: ellos contra nosotros, en un duelo a muerte. Maduro, Trump, Bolsonaro y otros líderes populistas son también maestros del insulto y la venganza contra supuestos “traidores”.

En Chile, el estallido escenificó una larga serie de agravios. A veces desde propuestas de cambios, pero a menudo también desde la división de la sociedad entre víctimas y victimarios. Los personajes simbólicos eran víctimas, reales o ficticias (como Rojas Vade), y justicieros que vendrían a cobrar venganza, con una estética cargada de superhéroes.

Los agravios se multiplicaron y se volvieron inabarcables. La venganza debía ejecutarse contra todos los que no comulgaran con una pureza absoluta. “Sangre por sangre, watón Boric”, fue el mensaje en las redes sociales de la Lista del Pueblo cuando el entonces diputado fue agredido en una visita a los presos del estallido.

La ultraizquierda es el aprendiz de brujo. Desata fuerzas que se vuelven en su contra. Porque los maestros de esta técnica están en la derecha autoritaria. El recurso tiene amplia historia. Tras la Primera Guerra Mundial, la propaganda nazi usó la Dolchstosslegende, la leyenda de la “puñalada por la espalda”, como palanca para su ascenso. A una ciudadanía humillada por la derrota en la guerra y por los estragos de la crisis, le entregaba culpables: judíos, comunistas e internacionalistas, que habían traicionado a Alemania, conspirando para su derrota y traicionando a los patriotas, a los -otra expresión que los nazis solían usar- “verdaderos alemanes”.

En la crisis de las sociedades contemporáneas, los agravios a vengar son interminables. Las cosas ya no son como eran antes, y los culpables que apuntar con el dedo son infinitos. Los inmigrantes, las minorías raciales o sexuales, las feministas (“¡feminazis!”), artistas, intelectuales, políticos… y los vengadores son, a su vez, apuntados como traidores, en un juego sin fin. Ya hay un sector de la ultraderecha acusando a la nueva Constitución de “socialista”, “onunista” y parte de la conspiración de la Agenda 2030.

Incapaces de movilizar al electorado desde la bondad de un proyecto, los políticos han decidido arrancar votos hurgando en los instintos más oscuros del ser humano.

Nos prometieron una Constitución que, escrita “con amor” sería “una que nos una”. Este proyecto ha sido oficialmente abandonado por sus propios impulsores. Ahora, promueven la Constitución simplemente como una excusa para cobrarse venganza.

Es resignarse a la degradación total, el fracaso más radical de la política.

Y al que no le guste, que se joda.


Columna de Opinión de Daniel Matamala (25 noviembre 2023) – La Tercera

¿Qué piensan realmente los chilenos de los inmigrantes?

La última versión de la encuesta CEP reveló que siete de cada 10 chilenos, más allá de su ideología política, “está muy de acuerdo” en que los inmigrantes elevan la criminalidad. Al mismo tiempo, el 37% de los mayores de 60 años se inclina porque los migrantes abandonen sus tradiciones y adopten las chilenas.

Las percepciones de los chilenos respecto de la población migrante han sufrido un cambio explosivo en la última década. Si en público muchos chilenos no se atreven necesariamente a expresar lo que piensan de los inmigrantes, sí lo reconocen en privado. Eso fue lo que buscó el Centro de Estudios Públicos (CEP) en la versión 90 de su encuesta, que incluyó preguntas específicas respecto de las opiniones de los chilenos sobre la inmigración.

Los resultados fueron dados a conocer en medio de los cuestionamientos cruzados entre el gobierno y la oposición respecto al tema migratorio y en momentos en que La Moneda busca contener la presión pública por la percepción de inseguridad.

¿Qué piensan los chilenos de la migración? ¿Cuántos empatizan con ello? o ¿cuántos los sienten como una competencia?

A juicio de Aldo Mascareño, investigador senior del CEP, en términos generales existen dos visiones reveladas en la encuesta. Por un lado, persevera la idea de que “mucha migración está asociada a la criminalidad”. “Pero también hay otros indicadores que te hacen ver que la gente está diferenciando entre ese tipo de migración y otra que tiene objetivos más de trabajo, que llega acá porque su país está en crisis”, dice.

La perspectiva de los chilenos

Las respuestas entregadas en la encuesta CEP 90 fueron catalogadas, entre otras formas, desde “muy de acuerdo” a “muy en desacuerdo”. La que más se destacó de la publicación fue que el 70% de los encuestados está “muy de acuerdo o de acuerdo” en que “los inmigrantes elevan los índices de criminalidad”.

Mascareño sostiene que esa posición es transversal y “se puede encontrar sin importar el sexo, edad, nivel socioeconómico o de educación”. El investigador agrega que tanto en la izquierda como en la derecha hay quienes coinciden con la idea de que los inmigrantes elevan los índice de criminalidad. “Esa opinión está concentrada en el norte y en la RM”, explica.

Desde el CEP señalan que existen algunas preguntas que revelan de mayor forma la opinión generalizada que tienen los chilenos de los migrantes. Una de estas es sobre la afirmación de que “la llegada de inmigrantes a Chile perjudica más a las personas como yo”, donde el 41% dijo estar “muy en desacuerdo”. Sin embargo, en aquellos que sí están de acuerdo con que los migrantes afectan a personas como ellos, el 38% de las mujeres apunta a aquello, 42% de las personas mayores de 60 años y 42% de los que dicen no tener una tendencia política. A su vez, el 36% son de la Macrozona Norte.

Otra de las preguntas realizadas por el CEP es sobre si la persona encuestada considera que “los inmigrantes les quitan los trabajos a las personas nacidas en Chile”. En ese caso, el 44% de los encuestados señaló no estar de acuerdo con esa afirmación. Entre quienes defienden esa posición están los hombres, personas con educación superior, aquellos que se identifican de izquierda y principalmente quienes viven en la Macrozona Sur Austral.

Entre quienes sí consideran que los migrantes quitan el trabajo (34%), el 39% de las mujeres se mostró a favor de esa idea. En este caso, la mayoría vive en zonas rurales y aquellas que tienen más de 60 años.

Lorena Oyarzún, directora de la Escuela de Gobierno y Gestión Pública de la Universidad de Chile, apunta a que esto podría explicarse con que actualmente “nos encontramos con una alta tasa de desempleo. Efectivamente, después de la pandemia uno de los factores que mayormente fueron afectados son los empleos de mujeres, particularmente porque eran los más informales”.

En cuando a la idea de que “los inmigrantes contribuyen a la sociedad chilena con nuevas ideas y cultura”, separados por sexo, entre la mayoría que apoya esa premisa el 51% son hombres, de zonas urbanas, y entre 30 y 44 años. También los que se consideran de izquierda y viven en la zona centro (regiones de Valparaíso, O’Higgins y Maule).

El investigador del CEP resume que la mayoría de los jóvenes “tienen una visión más positiva de la migración, por tanto los mayores tienen una visión más negativa”. Así como también aquellos que “tienen una tendencia más política de izquierda”. Por el contrario, afirma, “las visiones más críticas respecto de la migración están en la Macrozona Norte y en la Región Metropolitana”.

De lo crítico al apoyo transversal

La encuesta CEP también realizó consultas respecto de la perspectiva que tienen los chilenos de aquellos migrantes que han llegado recientemente en comparación respecto a los que llegaron en la última media década, siendo el 74% el que los califica como “peor”. En ese sentido, el 82% de las personas mayores de 60 años es la que más apoya aquello y el 81% de las personas que dice no tener una posición política.

A juicio de Oyarzún, esa respuesta podría estar relacionada con la masividad de la migración desde 2017. En ese sentido, afirma que por las condiciones en las que llegan los migrantes “no tienen las mismas facilidades de acceso para integrarse a la sociedad de acogida, y además porque esto va relacionado con la situación país, (…) la sociedad chilena se siente más vulnerable, con más incertidumbre”.

La encuesta del CEP también buscaba conocer el tipo de sistema migratorio que apoyan los chilenos. Así, el 84% se inclina por el cierre total de fronteras, siendo las personas mayores de 60 las que apoyan más esa posición. Esto también es respaldado por el 48% que vive en la RM.

Para Francisca Vargas, directora de la Clínica Jurídica de Migrantes y Refugiados de la UDP, el sistema “es uno muy cerrado, porque para migrar a Chile la ley entiende que tú tienes un proyecto migratorio previamente trazado (…) y lo mínimo que te va a pedir es un vínculo familiar con residencia definitiva o tener un contrato de trabajo”.

Donde existe una posición transversal es en preguntas como la que plantea que “los migrantes regulares deberían tener el mismo acceso a la educación pública que los ciudadanos chilenos”, donde el 76% de los encuestados está “muy de acuerdo”. En detalle, quienes más apoyan dicha afirmación son las personas que viven en zonas urbanas, el 81% de las personas entre 18 y 29 años y el 77% de las personas que pertenecen al segmento económico C2 y C3.

Oyarzún afirma que en este caso tiene que ver con que también “la sociedad chilena entiende como derechos; en el tema de la educación sabemos que los niños independiente de su situación regular o irregular tienen derecho a la educación”.

Otra de las preguntas planteadas por la encuesta es sobre qué tanto agrado o molestia sentirían los chilenos en instancias como que la pareja de un familiar sea migrante, el tener vecinos inmigrantes y trabajar junto con extranjeros.

En las tres opciones la gran mayoría se inclina porque “no me agradaría ni me molestaría”. Para Mascareño, “esas son personas que son indiferentes en un buen sentido, en el sentido de que la nacionalidad del vecino, de la persona con la cual mi hija se case o de una persona con la cual yo trabajo no importa, no tiene un prejuicio sobre eso”.

En esa línea, la mayoría de las personas mayores de 60 años, el 37%, se inclina porque los inmigrantes deben abandonar sus tradiciones y adoptar las chilenas, posición que también es apoyada, en un 30%, por las personas de los segmentos económicos D y E, y las personas sin interés en la política.

Una variable que ha cambiado en el tiempo, explica el investigador del CEP, es sobre la visión que tienen los chilenos sobre las razones que tienen los migrantes para llegar a Chile. En ese sentido, el 54% considera que es porque en sus países de origen están “en crisis”.


Artículo de José Carvajal Vera – La Tercera (25 noviembre 2023)